El día que volvimos a ir para el otro lado para continuar con lo que dejamos a medias el día que porque sí nos fuimos para el otro lado

Cien razones para amarte XIII.

Esta es la decimotercera entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.

Unos días después de que una inesperada boda, de las buenas, sin sobre ni ataques a traición de labios híper pintados de tías, primas segundas y tías-abuelas pechugonas, y esta vez acompañados como si de 2 fieles escuderos se tratase por Óscar y Paco, urdimos nuestra segunda salida hacia ese horizonte ya menos desconocido que era la calle Colegios. Al igual que Don Quijote y Sancho, nos escabullimos a hurtadillas, aunque seguros de que no se nos echaría de menos, de una atroz clase de arte en la que la profesora, cuyo nombre no oso querer recordar, mando-instrumento de tortura en mano, se dedicaba a pasar una tras otra a ritmo vertiginoso diapositivas de obras de arte acompañándolas de un fugaz comentario de lo que literalmente, y cuando digo literalmente es literalmente, se veía en la imagen. No era una quema de libros, pero casi. Aquí ni siquiera había cura o barbero que indultase a Fra Angélico o a León Battista Alberti.

Sé con certeza que no era viernes. Y lo sé porque intencionadamente quisimos que no fuera viernes para evitar encontrarnos de nuevo en la situación de oficiar como testigos de boda ajena, pues parece ser que ese era el día de la semana elegido por los juzgados para la celebración de tales ceremonias. Y no lo decidimos así porque no hubiese sido de nuestro agrado que una pareja desconocida nos hubiera escogido al azar la semana anterior para tal honor, sino más bien por todo lo contrario. Fue algo increíble, de esas cosas que no olvidas nunca y cuentas a todo el mundo, y si es así en parte es porque fue algo excepcional y difícilmente repetible. Y hay cosas que si dejan de ser insólitas, también dejan de ser especiales. Así que para evitar la redundancia nupcial una vez situados en la casilla de salida del Colegio de Málaga cruzamos al otro lado de la acera y desde ese punto ya sí giramos a la derecha con la intención de continuar, evitando pasar junto a las puertas del juzgado, nuestra ruta por la calle Colegios, en esta ocasión, en principio, sin interrupción alguna.

Parada técnica. A la que pasábamos junto al Colegio de Teólogos de la Madre de Dios nos vimos tentados, a través de una ventana, por la furtiva visión de la cafetería del Colegio de Abogados. Contras, demasiada gente con toga. Pros, un grifo de Mahou y lo que parecía ser una extensa carta de tapas de acompañamiento por consumición. Ganaron los pros. Si había que elaborar un plan nada mejor que hacerlo frente a 4 cañas bien tiradas y un buen plato de aceitunas con boquerones en vinagre. Y ya de paso pues conocíamos el interior del edificio, que a fin de cuentas ese era el objetivo de nuestra odisea. Y sin duda fue una sabia y acertada decisión.

El camarero, un tipo simpático, seguramente harto de escuchar conversaciones sobre jurisprudencia, litigios, sentencias y recursos en las que con nada o poco podía intervenir, percibió astutamente por nuestros pantalones vaqueros y nuestras camisetas con mensajes nihilistas o alusivos a bandas rockeras que no pertenecíamos al ilustre gremio jurista. Nuestras caras de niñatos desubicados también debieron darle alguna pista. Así que mientras nos servía con esmerada técnica el amargo líquido ámbar lubricante de los engranajes de nuestro motor interno, tuvo a bien darnos palique y hacer alarde de alcalaíno de arraigue narrándonos algunas curiosidades de la calle Colegios que claramente no íbamos a descubrir en los carteles que a la entrada de cada edificio revelaban su nombre y época de construcción.

Sintiéndose importante, no en vano estaba dando una clase de Historia a unos estudiantes universitarios, nos narró, con bastante pasión y muy buen hilo argumental he de decir, ya quisieran muchos catedráticos, que la calle Colegios antes de llamarse así era conocida como la calle de Roma, porque se creía que formaba parte de la vía que unía Emérita Augusta con Caesar Augusta, o lo que es lo mismo, traduciendo latinajos, Mérida con Zaragoza. Y que si más tarde cambió su apelativo por el actual fue porque 2 estudiantes del colegio en el que nos hallábamos en ese instante, nada menos que los futuros arzobispo Loaysa y obispo Moscoso, decidieron fundar sus propios colegios en la misma vía, con lo que ya el número de instituciones dedicadas al recogimiento e instrucción de alumnos era tal que se hacía imposible denominar a la rúa que los acogía de otra manera que fuera más oportuna y adecuada. Y con la recomendación de que visitáramos la Hostería del Estudiante, y a poder ser en alguna ocasión probásemos sus famosas migas con chocolate, la Ermita de los Doctrinos, el monumento a San Ignacio de Loyola y el convento de las Carmelitas del Corpus Christi antes de llegar a la fuente de Aguadores, vulgo del burro, donde terminaba la calle, nos despedimos no sin que antes hiciese una gracia a costa del futuro que nos esperaba al terminar la carrera que con tanta ilusión estábamos empezando ese año a cursar:

– ¿Sabéis cual es la frase que más escucha un licenciado en Historia cuando empieza a trabajar? Ponme un Big Mac con patatas fritas y refresco grande.

Un cachondo el tipo. Ejemplo de chiste inoportuno o de cómo perder con una frase lo ganado en una hora. Así que agradeciendo la conferencia pero sabiendo que no volveríamos a visitarle abandonamos el edificio decididos a seguir nuestro recorrido tan solo hasta la colindante Hostería, pues la pausa para el refrigerio se había dilatado más de lo previsto lo cual obligaría inevitablemente a dejar parte de nuestra excursión para una tercera salida. Que hasta para eso éramos acérrimos seguidores del caballero andante creado por el príncipe de los ingenios complutense.

hosteria

Por lo tanto siguiente y última parada de la jornada, el Antiguo Colegio de San Jerónimo o Trilingüe, fundado para el estudio del latín, griego y hebreo. Lo que me recuerda que en primero saqué una matrícula de honor, la única de toda mi carrera, precisamente en latín. Sé que no viene a cuento, pero que coño, me apetecía soltarlo. Con algo de timidez comprendiendo que la apariencia de lujo refrendada por los precios de la carta que mostraba la Hostería del Estudiante, actual inquilina de gran parte del edificio, no concordaba ni de lejos con nuestro aspecto y liquidez monetaria, nos acercamos a las ventanas con la idea de echar un vistazo furtivo al interior de la estancia. Para nuestra sorpresa un trabajador del establecimiento que nos descubrió en tan acechante postura nos invitó educadamente a acceder al interior para que con nuestros propios ojos disfrutáramos de las maravillas que atesoraba. Siguiendo sus pasos nos explicó que el restaurante se fundó en 1929, siendo el segundo establecimiento más antiguo de la red de paradores de España, y que compartía patio, al que nos permitió asomarnos, con el colegio de San Ildefonso, el Trilingüe, el que daba acceso al Paraninfo, donde 4 años y medio más tarde todos los presentes, los estudiantes claro está, coincidiríamos en nuestra ceremonia de graduación. Aunque por aquel entonces ni de lejos soñábamos con que ese momento llegaría.

Por suerte, muchos años más tarde y en muy contadas ocasiones, he podido permitirme el lujo de disfrutar de la magnífica cocina de la Hostería del Estudiante. El 20 de noviembre de 2004, rodeados de nuestra familia más cercana y de nuestros amigos más íntimos, celebramos en uno de sus hermosos salones el bautizo de Iratxe, mi más preciado tesoro. La otra ocasión en que saboreé sus viandas fue con motivo de las navidades que pasaron en Alcalá, si no recuerdo mal el año 2008, nuestros amigos sanxenxinos Geli, Alfredo y su pequeño grandullón Sergio. La última noche de su estancia, para despedirnos a todo lo grande, decidimos que no había sitio mejor para celebrar esos maravillosos días que habíamos disfrutado todos juntos. Tan solo queríamos hacerles sentirse tan bien, o al menos acercarnos un poco, como ellos nos hacían sentir a nosotros cuando íbamos a Sanxenxo. Creo que lo conseguimos. Aunque hay que reconocer que en una ciudad como Alcalá de Henares, tan bella y acogedora, eso es una tarea bastante sencilla.

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