Esa triste sensación de soledad y olvido de se respira en la calle Santiago

Cien razones para amarte XLVIII

Esta es la cuarenta y ocho entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. Las fotografías que acompañan esta entrega son obra de la mirada desde el objetivo de su cámara de Carolina Delgado

No es envidia. Es simplemente que no creo que sea justo, que no tiene ningún sentido. Apenas unos metros nos separan, tan solo tres calles a las que más bien habría que llamar callejones, y sin embargo parecen más alejarnos que acercarnos, a pesar de la brevedad de la distancia. Y yo paso prácticamente desapercibida, casi olvidada, mientras ella se lleva toda la atención y el cariño. El parco fragor de mi exiguo tráfico rodado frente al bullicio y vocerío del tránsito humano que abarrota día tras día su populosa calzada empedrada. Coches aparcados y aceras semi desiertas contra soportales columnados y restaurantes con terrazas atestadas. Vale, tal vez sí que sea un poco de envidia. Quizá, después de todo, sea cierto lo que dicen, que a mí no se llega desde ningún sitio ni llevo a ninguna parte

Pero no, no me resigno. No seré ella, la majestuosa calle Mayor, reina indiscutible de la vida alcalaína, ni siquiera la calle Libreros, dignificada con ese caché que otorgan la peatonalidad y el adoquín inventado. Pero soy la calle Santiago, pura Historia, señorial como ninguna y digna como la que más. Aunque sólo se acuerden de mí cuando mi vecina paralela está abarrotada, cuando no hay quien camine entre tanto alcalaíno de paseo, tanta mesa de caña y tapa y tanta horda de visitantes con alma de instagramers. Y entonces sí, me buscan, como fácil vía de escape, huyendo del codazo inesperado y del caminar parsimonioso, escapando del aliento de los extraños y de las conversaciones ajenas con sabor a monotonía. Atajando por la calle Imagen o la calle Cervantes a la caza de algo de aire con el que llenar unos pulmones cansados de respirar oxígeno con aroma a cuerpos con escasez de ducha y exceso de perfume de marca blanca.

Fotografía realizada por Carolina Delgado

Sinagogas y mezquitas medievales arrasadas por el tiempo o reconvertidas a otra fe para aprovechar espacios e imponer olvidos, palacios renacentistas para la nobleza castellana, conventos masculinos y colegios universitarios durante nuestro siglo de oro. Todo eso he sido y me ha poblado en un pasado que me llevó de formar parte del antiguo barrio de la morería en una Edad Media en la que en Alcalá convivían, a veces malamente y siempre separadas, las tres culturas, a convertirme en la morada preferida de la burguesía complutense de misa en la Magistral y partida, coñac y tertulia en el Casino. Vi nacer al “Divino” Vallés, médico personal de Felipe II, al que le cuidó la por entonces conocida como la enfermedad de los reyes, la gota, ese pequeño castigo que la providencia envía a los ricos y poderosos por sus opíparas y lujosas comilonas y que sirve a los pobres un poco, muy poco, de desquite y de consuelo. Tuve por vecino a Jean Laurent, fotógrafo francés, español, madrileño y alcalaíno, que habitó en el palacio que hoy es el colegio Calasanz, al que llenó de belleza con la decoración de su escalera y de su bóveda, y de recuerdos con las imágenes que su cámara decimonónica robaba a la realidad o con la visita de famosos literatos compatriotas soñadores de D´Artagnanes y condes de Montecristo y padres de otros famosos literatos homónimos creadores de damas de las Camelias.

Tuve mi parroquia de Santiago, primero ocupando el edificio de la antigua mezquita, luego su espacio tras ser derruida, y desapareciendo definitivamente hace apenas medio siglo convirtiéndose en escombro del pasado relegado al vertedero del olvido, salvo dos de las bolas de piedra que decoraban los pilares de su lonja de entrada, que, irónicamente, ahora ornamentan y embellecen la casa natal de Cervantes, dando más lustre si cabe, a mi costa y de mi bolsillo, a la calle Mayor. Tuve mi convento de Capuchinos, ahora parte restaurante de alto copete, de esos a los que llevas a las chicas, si te lo puedes permitir, en las primeras citas para impresionarlas, parte viviendas particulares con vistas a mi archienemiga, y parte patio enrejado que oculta cuevas secretas bajo su superficie y que sirve hoy en día de Concejalía de Educación. Y tengo mi casa de socorro, un palacete nobiliario del siglo XVII en la que te sentirás un poco mejor al entrar si de madrugada te rompes un brazo o te da un ataque de asma sólo con ver su hermosísimo patio interior de dos plantas.

convento de capuchinos
Fotografía realizada por Carolina Delgado

Y tengo vida, más de la que pudiera parecer. Mis niños entrando en silencio a clase a las nueve de la mañana y saliendo a gritos a la una de la tarde. Mis jubilados dando un paseo para pedir cita o mis embarazadas a punto de traer una nueva vida al mundo en el centro médico. Mis sedosos restaurantes de toda la vida, los de lujo bajo cúpula de antigua iglesia monástica, los de viajar a la exótica India y los de zamparse una hamburguesa en un ambiente cargado de blues, rock y música country. Mi calzada adoquinada que hace resonar las ruedas de los coches a su paso y vibrar los cuerpos de sus ocupantes y mis turistas acortando por mis aceras para llegar a la plaza de las Bernardas o al Palacio Arzobispal. Y mi amor propio, porque soy bella, soy hermosa, tengo alma, alma alcalaína. Y razones de sobra para ser amada. Sólo tienes que recorrerme con pausa, buscando la belleza de mis rincones, respirando el aroma de mis recuerdos, y entonces, estoy segura de ello, entenderás de lo que estoy hablando. No tengo ni un solo motivo para sentir envidia.

Fotografía realizada por Carolina Delgado

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